26 de agosto de 2008

El Saco de Roma


El Saco de Roma se refiere al saqueo, pillaje y destrucción que las tropas de Carlos V cometieron sobre Roma a partir del 6 de mayo de 1527. La palabra Saco es una adaptación del italiano “sacco” que en italiano es “saqueo”.

Carlos V, casi sin comerlo ni beberlo, se había encontrado de sopetón con uno de los imperios más grandes jamás conocidos. La siempre envidiosa Francia maniobró para atraer al Papa a su bando y alejarlo de la influencia que sobre el pontífice tenía Carlos V. Los franceses no se andaban con tonterías y llegaron a pactar con los turcos –que raptaban y violaban mujeres cristianas- con tal de aminorar el poder español. De manera que Carlos V se vio enfrentado a una Liga que componían: Francia, El Papa y varios estados italianos. En Pavía, dos años antes, en 1525, Carlos V había dado un golpe sobre la mesa dejando claro quién era el que mandaba en Europa al capturar y humillar a Francisco I y traerlo a Madrid como un preso cualquiera. Todos tenían motivos para odiar a Carlos V: los franceses para limpiar su honor y el Papa a fin de no depender tanto de la influencia del monarca español. La presión que ejercía Carlos V sobre el Papa era brutal. Se llegó a imprimir un panfleto que decía que Carlos V tenía que corregir el blandito lenguaje que el Papa- Clemente VII- tenía acerca de la herejía de Lutero.

Los dos ejércitos se enfrentarían en Italia. Por un lado estaban las tropas imperiales que se componían de alemanes –llamados lansquenetes- españoles y mercenarios italianos. Por otro lado estaban las tropas francesas e italianas aliadas del Papa, agrupadas en una coalición llamada la Liga de Coñac. Las tropas imperiales se reunieron en el norte de Italia. Los lansquenetes alemanes cruzaron los Alpes y los tercios españoles llegaron tras desembarcar en Génova. Las tropas imperiales tuvieron algunos éxitos iniciales pero se cernía un problema que fue una constante en las terribles guerras que los españoles sostuvieron a lo largo de esa época: el dinero. Las pagas llegaban tarde o nunca y era muy difícil mantener la disciplina entre 30.000 soldados a quienes se adeudaba su estipendio. Las tropas presionaron al Condestable de Borbón –el general francés que mandaba las tropas imperiales- para marchar sobre Roma y cobrarse en especie el dinero que se les debía.



Las murallas de Roma y el trazado de la ciudad no habían cambiado mucho desde que Aureliano en el 270 diseño las defensas de la urbe. Roma tenía sólidas murallas, un ancho río Tíber que hacía de foso y una poderosa artillería situada en el castillo de Sant Angelo. Pero el azar se puso del lado de los imperiales. Una espesa niebla caía sobre Roma el 6 de mayo de 1527 y los cañones de Sant Angelo nada podían hacer. El Condestable de Borbón, que dirigía las tropas imperiales, fue muerto al intentar trepar por una de las murallas. Dice la leyenda que el condestable fue muerto por el artista italiano Benvenuto Cellini.

Las tropas imperiales sortearon los muros y comenzaron a combatir por las calles. Las casas comenzaron a ser saqueadas. La falta de disciplina era total y el único jefe que, a duras penas, los podía mantener unidos yacía muerto. El Papa rezaba tembloroso en el Vaticano. Y, confuso ante tantos consejos dispares que le daban sus cardenales, tomó la decisión de escapar del Vaticano, por un túnel que aún existe y que se llama Pasadizo de Borgo, al Castillo de Sant Angelo.


Y ahí resistió tres semanas hasta que el hambre lo hizo ceder a las condiciones que imponían las tropas imperiales, las cuales se habían convertido en un contingente anárquico de arduo control. Roma era una ciudad sin ley y los nobles se las veían y deseaban para conseguir el dinero que les demandaban las tropas ocupantes. Los cadáveres se pudrían por las calles, por lo que la peste y las enfermedades asolaban la ciudad. Las tropas imperiales abandonaron Roma por la peste, pero volvieron a tomarla y saquearla unos meses después. Hasta su salida definitiva en febrero de 1528, las tropas imperiales hicieron de Roma su burdel y su taberna. El gran número de prostitutas que había en Roma impidió que se ultrajase a más mujeres. Se perdieron las cabezas de los apóstoles San Andrés y San Juan, la lanza Santa con que se remató a Cristo, el sudario de la Verónica, la Cruz donde se supone que Cristo fue crucificado y otras reliquias. Los eclesiásticos fueron sometidos a vilipendiosas pero divertidas gracietas como el cardenal Gaetano, vestido de mozo de cuerda, que fue empujado por la ciudad a patadas y sopapos. Los soldados borrachos jugaron a la pelota con la cabeza de algún santo. Hubo iglesias arrasadas, conventos quemados y monjas violadas en masa por los lansquenetes. Los tercios españoles también participaron en los desmanes pero se vieron algo frenados por su fe y su religión. Hay cierta historia de unos soldados catalanes que defendieron del saqueo la iglesia de San Juan de Letrán y cuyos nombres estuvieron varios siglos en una placa que recordaba la hazaña.

Los lansquenetes fueron quienes ocuparon el Vaticano y tuvo su coña el asunto. Convirtieron en establos varias lujosas estancias. Hacían hogueras dentro de las salas para calentarse. Hicieron pintadas, cual modernos grafiteros raperos, a punta de daga en varias esculturas y pinturas. Como no sabían apreciar lo que tenían entre manos, hacían apuestas y se jugaban a los dados obras de arte que valían mucho más. Vestían con sus uniformes a los santos de los altares para mofarse de ellos. También se engalanaban con las ropas cardenalicias y papales y se paseaban completamente borrachos por la ciudad con los mantos púrpuras sobre sus hombros. Cuando el Papa se rindió y accedió a pagar 70.000 ducados de oro hubo de producirse una situación bastante cómica también, pues irrumpió en el Castillo de Sant Angelo una atípica delegación compuesta de lansquenetes y tercios que irían sucios, malolientes, patilludos, barbudos y con unos pésimos modales. Mientras tanto, el Papa lloraba desconsoladamente vestido con sus finos ropajes y su elegante tiara papal. Dicen que el Papa se asustó mucho al ver a esos rufianescos personajes que venían a darle el sablazo del siglo.


Carlos V siempre se disculpó por las tropelías de sus soldados, aunque lo hizo con la boca pequeña. Le interesaba que el Papa supiera quién mandaba en Europa y le vino muy bien un golpe de semejantes proporciones para frenar la herejía luterana. Desde aquel día y durante muchos años, España fue la potencia más temida. El Saco de Roma fue un cataclismo similar al derrumbe de las Torres Gemelas en Nueva York. Todos los escritores de la época lo compararon al saqueo que Alarico perpetró, asimismo, en Roma en el 410; o a la conquista de Jerusalén en el 70 por parte de Tito. Los intelectuales se dividieron cual modernos tertulianos radiofónicos. A Erasmo de Rotterdam le pareció bien como escarmiento a la corrupción de los Papas, al inglés Tomás Moro le espantó saber lo que ocurría. El Papa se convirtió en un fiel sabueso de Carlos V y cuando Enrique VIII le exigió divorciarse de Catalina de Aragón –tía de Carlos V- le dijo que nones. Y Enrique VIII se inventó su propia iglesia.

Pero quizá el gesto más heroico lo dio la Guardia Suiza del Papa. Estos guardias que hoy parecen ser unos monigotes con quienes los turistas se hacen fotos, se dejaron la piel y la sangre en las escalinatas de la Basílica de San Pedro. Esas escalinatas siempre plagadas de visitantes, de beatas y de vendedores de estampitas fueron testigos de una feroz pelea entre la Guardia Suiza y las tropas imperiales. No me habría gustado estar en el pellejo de esos guardias de hace 500 años y ver venir hacia mí a un puñado de asesinos en serie con ganas de sajar gargantas. La Guardia Suiza no se dejó arredrar y vendió cara su piel. De 189 guardias que había, pudieron contarlo 42. Desde aquel día los Guardias Suizos juran su cargo siempre un 6 de mayo. Acordaos de esta gesta la próxima vez que veáis a estos guardias tan sosainas e insulsos.

3 de agosto de 2008

Mi tío Jorge







Llegó de madrugada a Barajas con un violonchelo carísimo y con los ojos rotos por el sueño. Se llama Jorge y es tío de mi madre. Al igual que mi madre nació en Chile. 4.000 kilómetros de costa en un país forjado por un extremeño: Pedro de Valdivia. Del desierto al norte, a los glaciares en el sur. Aún hay indios en los terruños aislados que hablan como Quevedo y usan formas verbales que denotan su soledad y que son una delicia para cualquier filólogo. Mi tío abuelo Jorge –mi tío, al fin y al cabo- es violonchelista. Estudió con Pau Casals –el grandioso violonchelista catalán - en Puerto Rico hace ya años. Y tocó unos años con la Orquesta Sinfónica de Chile. Las pasó perras a fin de que le dejasen meter el violonchelo en la cabina del avión sin pagar un pasaje extra. Como el violonchelo no le daba para vivir bien se hizo dentista y con eso se gana las habichuelas. Toca el chelo entre caries y endodoncias. Y no va a ningún sitio sin él. Me hablaba de Prokofiev, Chopin y Albéniz porque es un iluso que aún cree en la cultura universal. Es una antigualla que no se ha enterado de que el niño canario ha de saberlo todo sobre el silbo gomero sin reconocer jamás un minueto de Boccherini.

Llevaba años queriendo venir a la Madre Patria. En América son tan idiotas que a España –o lo que queda de ella- todavía la siguen llamando Madre Patria. Porque saben que son hijos de ella. Es cierto que aún funciona el discurso victimista en muchos caudillos de la región que medran y enganchan votos y que dicen que España es la causa de todos sus males. Por desgracia hay tontos que se lo siguen creyendo. Hace 200 años que los españoles les dejaron las riendas pero ellos prefieren continuar culpándolos en vez de asumir sus yerros y tirar hacia delante. Pero mi tío Jorge no es de esos. Quizá porque es rehén y cautivo de una educación opresora que le llenó los sesos con mensajes esclavizantes y absurdos. Mi tío Jorge estudió en un país en cuya educación se hace leer a los niños obras tan tiránica y despóticas como las Coplas de Jorge Manrique “Recuerde el alma dormida, avive el seso y despierte…”; como el Lazarillo de Tormes “Pues sepa vuestra merced ante todas cosas que a mí llaman Lázaro de Tormes, hijo de Tome González y de Antonia Pérez…”; como Quevedo “Miré los muros de la patria mía…”; como Calderón “Sueña el rey que es rey, y vive con este engaño mandando…”. En fin: que le comieron la cabeza con esa basura en lugar de dejarlo que se empapara de alguna sublime ocurrencia regional. Aunque le gustan mucho las cuecas – baile típico de Chile- y se las sabe todas. No cree que haya ningún problema en conocer ambas cosas. Tonto de él. Hace un tiempo me contaron que no hacía más que bajarse de la red copla y canción española pues disfrutaba viendo cómo se parecen las letras de sus amadas cuecas y de la tonadilla española. Porque mi tío Jorge es así de imbécil. Aún anda buscando cosas que lo unan a lo que él sigue llamando Madre Patria sin darse cuenta de que esa Madre Patria es un invento represivo y asfixiante. Afortunadamente, en el Estado Español surgieron grupos libertarios que se sacudieron el yugo de su cerviz y que han recuperado sus pisoteadas tradiciones. Pero mi tío Jorge que está viejo y peinando canas no acaba de entender esa opresión y emplea su tiempo en conocer y disfrutar de lo que ama.

Acaso por esa razón mi tío Jorge viajó a España –a la Madre Patria- tras muchos años de aplazar la visita. Llegó como a las 6 de la mañana de un verano de hace años con su violonchelo y su paciente esposa María. Se alojaron en un hotel de la Gran Vía y, mientras su esposa se iba a dormir, el se puso sus chanclas ridículas y se fue a patear. Quería verlo todo. Con un plano y con varios libros en la mano me obligó a que le hiciese de guía. Lo llevé por el Madrid de los Austrias y él se paraba y creía oír el carruaje de Felipe IV colándose de vuelta en el Alcázar –donde ahora está el Palacio Real- tras retozar toda la noche con una de sus reales rameras. Lo llevé al Museo del Prado y se quedó embobado con Maribárbola y los enanos que pintaba Velázquez. Luego Goya y los brutos españoles matándose a garrotazos. Lo miraba todo muy de cerca y las siempre cabreadas bedeles/bedelas del Prado lo regañaban por rozar con su nariz los augustos lienzos. Fuimos a la Puerta del Sol y yo le contaba, mira, por allí entraron los mamelucos y en esta esquina cayeron muchos gabachos con la garganta abierta. Luego subimos hasta el Barrio de las Letras y le hice una foto junto a la casa donde vivió Cervantes. En la casa no hay más que una triste placa. En cualquier país europeo habría un museo, recuerdos, tarjetas postales, librerías pero aquí solo hay una triste placa roñosa y desvaída. Mi tío Jorge se esperaba ver una magnificencia similar a la que había visto en Stratford, cuna de Shakespeare. Pero mi tío Jorge ignoraba que la infame España es especialista en defecarse sobre sus propios logros. Junto al edificio en que vivió Cervantes lo vi soltar sus primeras lágrimas. Me contó que su padre le leía fragmentos del Quijote cuando era pequeño. Era su padre un hombre de campo rudo que siempre animó a su hijo a que viniera a España. – De ahí venimos, mijito- le decía. Mi abuela me leía la Biblia cuando yo tenía 5 años y yo me metía en su cama los domingos por la mañana. Ahora es un acto de pérfida pedofilia meterse en la misma cama con tu abuelo pero cuando yo era un crío lo hacíamos y así supe quién era Jacob, los Gálatas, Betsabé y Caifás.

El fin de semana siguiente comenzamos a viajar por España. Lo llevamos a Hita donde el Arcipreste y se acordaba de “por aver juntamiento con fenbra placentera...” Y se emocionaba y lo tocaba todo con nerviosismo infantil. Más tarde lo llevamos a un castillo. Desde pequeño se moría por ver un castillo. Cuando leía las gestas de Mío Cid o cuando supo de las Cruzadas o cuando leyó Ivanhoe, siempre soñó con ver un castillo. Así que lo llevamos al Castillo de la Mota donde tuvieron retenido a César Borgia y yo le conté que César Borgia se escapó haciendo una cuerda con sábanas y trapos por una ventana del castillo, muchos siglos antes de que se rodase “Prison Break”. Allí volvió a emocionarse junto al foso y musitó muy leve “la Madre Patria”. Se acercó a uno de los guardas y le contó que era de Chile y que llevaba años deseando venir. Y el guarda lo miraba entre alucinado y complacido y quizá pensó “Vaya sudaca más divertido” Estuvimos en Salamanca, Burgos, Aranjuez y le dejamos La Mancha para el final. Lo sobrecogió la meseta castellana con su hermosa aridez. Se hizo mil fotos delante de los molinos mientras repetía como un tonto “que no son gigantes sino molinos…”. Cuando embarcaba de vuelta a Chile me cantó una cancioncita de un grupo mexicano que dice: “Indios de dos continentes, mezclados con español, somos más americanos que el hijo de anglosajón”. Se fue de la Madre Patria con su chelo y su abnegada esposa María y pareció oírse un sonido seco, como si se desgajara otro trozo de esta España harapienta y zurcida.